Letra muerta
El Presidente Manuel Balmaceda en parte del discurso de inauguración del Viaducto del Malleco, expresaba: “Desde antes que llegara a la Moneda veníamos pidiendo la descentralización del Gobierno de Chile. Yo he procurado la descentralización política y administrativa para la descentralización que inicié como ministro y que he consumado. Yo he derramado los tesoros de Chile, en todo Chile y he concluido con aquella política económica según la cual el centro es el principio y el fin, el todo, y las extremidades de la República, regiones tributarias de la capital y sus alrededores”. Bonitas palabras que todos sabemos como terminaron.
Al avanzar varias décadas en nuestra historia, podemos encontrar otras similares, esta vez son del presidente de la Comisión de Estudios para la Nueva Constitución, Enrique Ortúzar, quien en sesión celebrada el 12 de noviembre de 1973, decía: “La Comisión Constituyente ha estimado indispensable, como lo ha manifestado la Junta de Gobierno, establecer una división política y administrativa del país de acuerdo a la necesidad fundamental de dividirlo en zonas o regiones que tengan características geopolíticas y socieconómicas similares. De esta manera se dará a las provincias un efectivo desarrollo económico, y al mismo tiempo, una verdadera participación en los procesos políticos sociales y económicos del país”.
La Constitución y las leyes pueden expresar muy buenas intenciones. Sin embargo, la mantención del centralismo obedece, principalmente, a la permanente reserva de la autoridad legislativa para extender la descentralización a atribuciones políticas. Si bien existe concordancia a nivel doctrinario y político en torno a las bondades del mecanismo, como lo expresa Roberto Alarcón en su memoria de abogado, éste se ve limitado por la propia clase política, que exterioriza su oposición a propuestas que signifiquen entregar facultades de gobierno a órganos de naturaleza regional elegidos democráticamente por la comunidad.
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